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La Tributaria que se viene. Por: Rafael Nieto Loaiza

Todo parece indicar que el Gobierno citará en febrero a sesiones extras del Congreso para estudiar la reforma tributaria. Abordar la reforma ahora y no en el segundo semestre busca evitar los impactos de la campaña electoral en su discusión. Los congresistas están menos dispuestos a aprobar alzas en los impuestos entre más cerca estén las elecciones.

En mi columna pasada planteé algunos elementos indispensables para el análisis de esa reforma. Quisiera profundizar en ellos y abordar otros nuevos.

Empecemos por reconocer que la recaudación tributaria en Colombia como porcentaje del PIB está por debajo del promedio de América Latina y muy abajo en comparación con la OCDE. En efecto, en el 2018, último año comparable, el porcentaje en Colombia fue de 19.4%, 3.6% menos que el de la región (23.1%) y apenas algo más de la mitad del de la OCDE (34.3%). Es decir, recaudamos menos, mucho menos, de lo que deberíamos.

Por otro lado, nuestra estructura tributaria, la proporción de cada categoría de ingresos sobre el total de los ingresos tributarios, está desbalanceada. La mayor parte de los ingresos tributarios tiene su origen en el IVA y otros impuestos sobre bienes y servicios (29.4%), después en la renta de sociedades (25.5%) y muy poco en la renta de personas naturales (6%). En AL esos porcentajes son del 28%, 16% y 10%, respectivamente. En la OCDE 20%, 9% y 24%. En otras palabras, la estructura tributaria está centrada en exceso en las sociedades y muy poco en las personas naturales. El año pasado 3.57 millones de colombianos presentaron declaración de renta, muy por debajo de países como España, con población similar a la de Colombia, donde declaran más de 20 millones.

Ahora, la tasa efectiva de tributación en Colombia es altísima. Alcanza el 71.2%, según el Banco Mundial. En otras palabras, acá el Estado se queda, por distintas vías, con 71 pesos y veinte centavos de cada 100 pesos de ganancia. El promedio de América Latina es el 46.6%, el mundial el 40.4%, el de Europa 36.5% y el de Norteamérica el 30.6%. Nuestra tasa, primero, castiga la competitividad y aleja la inversión extranjera, y, segundo, constituye un incentivo perverso para la informalidad.

La pregunta, por tanto, es cómo conseguimos bajar la tasa efectiva de tributación y, al mismo tiempo, aumentar el porcentaje de la recaudación como parte del PIB. Pareciera contradictorio, pero no lo es, aunque la distorsión no sea sencilla de corregir. De entrada, supone aumentar el número de personas naturales que tributan y disminuir la carga efectiva en cabeza de quienes ya lo hacen, en especial las empresas.

Acá es indispensable hacer una advertencia: en Colombia cuando nos referimos a las empresas se cree que se está hablando de los grandes empresarios. Es un error craso que genera distorsiones en el juicio. De las 1.643.849 empresas que tenía la DIAN registradas el año pasado, apenas 7.569 eran grandes, el 0.5%, y solo el 1.5% eran medianas. El 5.7% eran pequeñas. La inmensa mayoría, el 92.3%, eran micro empresas. Por cierto, las MIPYMES generan el 81% de los empleos formales del país.

Así las cosas, una reforma tributaria que aumente la tasa efectiva de tributación, que cargue aún más a quienes ya tributan, sería un grave error. Es lo más fácil y sencillo, por supuesto. Los contribuyentes ya están identificados y son mucho más fáciles de fiscalizar. Pero nos haría mucho menos competitivos y castigaría el emprendimiento, la generación de riqueza y la creación de empleo. Además, le daría un palazo adicional, otro más, a quienes ya vienen muy golpeados por la crisis económica ocasionada por los pandemia y los confinamientos ordenados para intentar contenerla. E invitaría a una mayor informalidad en un país que para octubre tenía el 48.5% de ocupados informales en las ciudades y un porcentaje aún mayor en las áreas rurales.

Ahora, el problema, en todo caso, está en que existe una tensión entre las necesidades de financiación del presupuesto aprobado, 313.9 billones de pesos, y los ingresos tributarios, que fueron de 146 billones, 21 billones por debajo de lo que deberían haber sido. Es decir, el hueco es inmenso.

Y, por mucho que haya que estudiar con cuidado cómo llenar el hueco, hay que insistir en que es indispensable debatir sobre la naturaleza y efectiva del gasto público. Me explico: sigo convencido de que es un error fundamental y estratégico centrar el debate solo en los mecanismos para aumentar el recaudo y no hacerlo sobre los motivos por los que ha aumentado el gasto público, que creció exponencialmente entre 2010 (148.3 billones) y el 2018 (235.6 billones) y que desde entonces no ha parado de crecer hasta llegar a 313.9 billones del presupuesto de este año, y en porque los gastos de funcionamiento se han triplicado desde que terminó el gobierno de Uribe. De la discusión política han desaparecido las palabras austeridad y reducción del tamaño del Estado. Ah, y en el presupuesto apenas 58 billones son para inversión.

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