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El presidente, la jeringonza y el vallenato: Entre realismo mágico y desatino político. Por: Silverio Jose Herrera Caraballo

En Colombia estamos acostumbrados a la elocuencia de nuestros líderes. Lo que nunca esperábamos era tener un presidente que pareciera haber sido sacado de una mezcla entre el cuarto de Melquíades, el delirio de Don Quijote y un consejo de jedis rebeldes. Gustavo Petro ha llevado el discurso presidencial a una nueva dimensión: una suerte de jeringonza literaria donde se entrecruzan referencias forzadas, alegorías improvisadas y, lo más grave, ataques infundados a los símbolos culturales que construyen nuestra identidad.

Esta semana, el blanco fue el vallenato. Durante un consejo de ministros, el presidente sentenció sin ruborizarse: “el narcotráfico se tiró el vallenato y lo volvió ranchera”. Una afirmación que no solo es imprecisa, sino profundamente ofensiva para un género que nació del alma campesina del Caribe colombiano y que ha evolucionado, como toda expresión viva, sin perder su esencia. No satisfecho, sugirió hacer un concurso en la plaza Francisco el Hombre para que no lo culpen de acabar con el festival. ¿De verdad esa es la agenda cultural de un jefe de Estado?

Pero este no es un episodio aislado. En sus tres años de gobierno, Petro ha intentado redibujar la historia, la literatura y la cultura desde su púlpito digital. Ha dicho ser un nuevo Aureliano Buendía, en un país “de hielo derretido” y conspiraciones eternas. Luego se proclamó una suerte de Don Quijote criollo, luchando contra “molinos” que en realidad son instituciones republicanas, prensa libre y ciudadanía crítica. Más tarde, se subió a su propia nave galáctica para hablarnos de imperios galácticos, de “resistencias” al estilo Guerra de las Galaxias, y de multiversos| donde él es, simultáneamente, profeta, víctima y salvador (hay que decirlo, todas esas situaciones en un estado mental que cada vez nos hace dudar más de su sensatez)

Cada intervención parece una alegoría forzada, una metáfora incompleta o un intento de manipulación simbólica. Se burla de quienes lo cuestionan, acusa sin pruebas a medios, ridiculiza los símbolos culturales y recurre constantemente a distractores: cuando no es la crítica a los medios, es el vallenato; si no es la Fiscalía, es la Constitución, la oposición, los medios, presidentes extranjeros. En este juego de humo y espejos, el presidente ha olvidado que la cultura no se manipula desde el poder: se respeta, se promueve, se valora.

La estigmatización del vallenato es especialmente grave porque ataca un pilar de identidad nacional. ¿Por qué asociarlo con el narcotráfico? ¿No habría sido más constructivo señalar cómo la cultura puede ser parte de la solución al conflicto, en lugar de arrastrarla al lodo de las generalizaciones? El vallenato ha sido voz de denuncia, memoria del amor y del dolor, puente entre generaciones. Petro, que tanto dice defender la periferia, parece desconocer el alma misma de esa Colombia rural que dice representar.

Lo cierto es que este tipo de afirmaciones, disfrazadas de intelectualismo o rebeldía, terminan trivializando el debate público. Las metáforas grandilocuentes no tapan la falta de resultados, ni los discursos literarios suplen la acción gubernamental. En su afán de protagonismo simbólico, el presidente ha olvidado que gobernar no es escribir una novela ni interpretar una ópera espacial: es tomar decisiones, escuchar, unir y rendir cuentas.

Mientras Colombia sigue enfrentando problemas estructurales (inseguridad, desempleo, migración, corrupción), Petro opta por pelear con el vallenato, con los periodistas, con los fantasmas de la historia. Ya no sabe hacia dónde disparar. Lo único claro es que, en medio de tanto verbo, sigue sin sonar la música del progreso.

El país necesita menos retórica cósmica y más liderazgo terrenal. Porque mientras el presidente sueña con ser personaje de novela, los colombianos seguimos esperando que actúe como lo que juró ser: jefe de Estado.

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