Está sobre el tapete en medios y redes la discusión sobre las importaciones de leche en plena pandemia y su afectación sobre el pequeño productor ganadero; discusión de siempre sobre un problema de siempre. ¿Qué pasa realmente?
Primero: pasa que los ganaderos sacamos al mercado 7.300 millones de litros y la industria solo acopia 3.241 millones. Es decir, que más de ¡4.000 millones! se comercializan en los canales informales, sin ningún tipo de higienización.
Segundo: pasa que esos 7.300 millones de litros son producidos por 320.000 ganaderos, la mayoría pequeños campesinos para quienes la leche es su “quincena” de subsistencia. Pasa entonces que más de la mitad de ese esfuerzo productivo no recibe la retribución que merece, porque la leche cruda se vende a bajo precio y, por tanto, los “cruderos” la pagan a un precio muy bajo al ganadero, lo cual contribuye a más pobreza rural.
Tercero: pasa que los productores de los 3.241 millones de litros que acopia la industria tampoco la tienen fácil, pues hacen parte de un “mercado imperfecto” en el que seis empresas concentran el 60% del acopio, es decir, muchísimos proveedores detrás de pocos compradores a los que, desde su posición dominante, se les facilita imponer las condiciones del mercado.
Cuarto: pasa que, además, esos 3.241 millones de litros están mal repartidos, y hasta la leche, alimento natural por excelencia, es símbolo de inequidad. Mientras un colombiano estrato 5 y 6 consume 189 litros/año, en los estratos 1 y 2 no consume más de 40. ¿Por qué? ¿Porque no les gusta la leche? No; porque la industria prefiere vendérsela a los estratos altos en variedades, quesos y otros derivados de elegante empaque, reforzando la inequidad y dejando a 30 millones de consumidores en manos de los tradicionales “cruderos”.
Y qué de malo tiene. ¡Mucho! La leche es determinante en la dieta humana y, sobre todo, en el desarrollo infantil, y el consumo de leche cruda no solo es otra expresión de inequidad, sino un riesgo para la salud. La “pasteurización”, inventada hace siglo y medio, además de evitar la descomposición de la leche y “alargar” su vida, permitió controlar enfermedades asociadas a las bacterias presentes en la leche cruda.
Aquí no hay quinto bueno, pues a ese escenario adverso al esfuerzo ganadero, se suman las importaciones con bajos aranceles negociados en los TLC. La industria, que no compra siquiera la mitad de la producción, no desaprovecha oportunidad para “autoenlecharse” con importaciones que afectan el precio al ganadero. Hasta mayo se habían importado 42 mil toneladas de leche y derivados, equivalentes a 383 millones de litros, más del 5% de la producción total, casi el 12% del acopio formal y más de 2,5 millones de litros diarios; ¡2,5 millones de litros diarios que dejaron de comprarse a campesinos colombianos! Grave…, y mucho más en plena pandemia.
Hacia delante la amenaza es inmensa. En 2026 entrará toda la leche que pueda y quiera vender Estados Unidos, y en 2028 la que pueda y quiera vender la UE. Sin embargo, hoy no discuto la lógica de utilidades de la industria, sino la política pública que no permite disminuir el anacronismo riesgoso de la leche cruda; ni entronizar el consumo universal de leche higienizada como expresión de equidad; ni una distribución de las utilidades de cadena que retribuya el aporte del eslabón primario.
Eso pasa con la leche. En el próximo encuentro con mis lectores le daré una mirada al vaso medio lleno (de leche), al vaso de las soluciones, de un mejor futuro para la ganadería colombiana.