COLUMNISTAS

Colombia atraviesa una de las épocas más tristes y dolorosas de su historia reciente. Cada día, las noticias de soldados y policías asesinados son recibidas con resignación, mientras un Estado, maniatado por su propio gobierno, guarda un silencio cómplice. La mal llamada “Paz Total” no solo fracasó, sino que abrió las puertas de la impunidad, entregando el país a la barbarie de los violentos.

El fracaso es innegable. Con el ELN, esa organización terrorista que jamás tuvo voluntad real de paz, las conversaciones no pasaron de ser una burla permanente. Mientras se hablaba en Caracas o La Habana de diálogos y acuerdos, en Arauca, Chocó y Catatumbo sus frentes asesinaban, extorsionaban y secuestraban a colombianos inocentes. ¿Qué respuesta dio el gobierno? Más concesiones, más plazos, más ingenuidad.

Con el Clan del Golfo, la historia fue aún más bochornosa. Mientras el presidente Petro celebraba supuestos acercamientos, ese cartel criminal, cuyo negocio no es la ideología sino el narcotráfico, utilizaba el proceso como pantalla para fortalecer sus rutas y reclutar nuevos sicarios. Hoy, el Clan del Golfo está más armado, más violento y más impune que nunca.

Y ahora, como si la tragedia fuera poca, la estocada final la da “CALARCA”, cabecilla de las disidencias de las FARC, quien fue nombrado por Petro como gestor de paz, situación que le permitió ser liberado luego de su captura en vías de Antioquia cuando transitaba fuertemente armado, con grandes sumas de dinero y hasta en compañía de menores de edad el año pasado, este mismo narco subversivo es   quien en pleno proceso de paz asesina a nuestros soldados, embosca patrullas, secuestra civiles y desafía abiertamente al Estado. Cada muerto en las filas del Ejército y de la Policía es un grito desesperado que parece no conmover a quienes despachan desde la Casa de Nariño.

¿Cuántos soldados y policías más deben morir para que este inepto presidente entienda que la paz no se mendiga, no se ruega, no se negocia con criminales? La paz verdadera se logra sometiendo a los bandidos. Se alcanza cuando el Estado, fuerte y legítimo, impone la ley y protege a los suyos. Lo demás es claudicación disfrazada de humanismo.

Mientras tanto, el país llora a sus héroes, jóvenes humildes, en su mayoría hijos de la Colombia olvidada, que juraron defender la patria y que hoy son sacrificados en el altar de una utopía absurda. Ellos no tienen megáfonos internacionales ni cumbres de paz que los protejan. Ellos tienen un fusil oxidado por la desidia, y unas órdenes que los obligan a poner la otra mejilla frente a quienes solo entienden el lenguaje de la violencia.

Es doloroso constatar que ni la derecha, ni el centro, ni la izquierda han estado a la altura. El Congreso guarda silencio. Los partidos políticos miran hacia otro lado. La indignación nacional parece haberse resignado ante la idea de que los criminales merecen más respeto que los soldados de la patria.

Colombia necesita recuperar el sentido común. Necesita entender que quien siembra muerte no merece negociaciones sino cárcel. Que no es “guerra” defenderse de quienes atacan, sino deber legítimo de un Estado responsable. Que la vida de un policía o un soldado vale tanto como cualquier otra vida, y que su sacrificio no puede ser moneda de cambio para delirios de Nobel o fantasías de “paz total”.

Hoy, más que nunca, debemos alzar la voz por ellos. Por quienes no pueden responder. Por quienes siguen cayendo. Por quienes merecen algo más que el silencio y la traición de un gobierno que, por acción u omisión, ha entregado el país a los criminales.