Es un lugar común afirmar que no aprender de la historia nos condena a cometer los mismos errores, pero a esa amenaza hoy se enfrenta el país por la crisis de seguridad en campos y ciudades, crisis con un solo nombre: las mafias narcotraficantes disfrazadas de grupos revolucionarios con motivaciones políticas, cuando solo son bandas de hampones con agencias subsidiarias del microtráfico en las ciudades.
El país urbano, sin embargo, no se da por enterado o no dimensiona la gravedad de la amenaza, ya sea porque se acostumbró a la violencia como algo que registran los medios y solo le pasa “a otros”, o por el efecto de distractores como las fiestas de temporada, los escándalos políticos y sus garroteras, y el correo de brujas que va y viene por las redes.
No obstante, la amenaza es real. Según las cifras del Ministerio de Defensa de diciembre pasado, sin cerrar año todavía, el secuestro había aumentado 72% frente a 2022; y según las de la Policía Nacional, a octubre 30 se habían presentado 8.551 denuncias de extorsión, un delito basado en aterrorizar a las víctimas, desde las cárceles inclusive y, como consecuencia, con altísimo subregistro.
Baste decir que, según la organización Global Initiative, que le hace seguimiento a la criminalidad en 193 países, Colombia ocupó en 2023 el nada honroso segundo puesto, después de Birmania, en el Índice Mundial de Crimen Organizado, y el primero en América.
Para la ganadería, víctima desde siempre de estos delitos por parte de las guerrillas y los llamados paramilitares en su momento, la realidad es que la extorsión nunca se fue y hoy es practicada por los herederos de unos y otros, convertidos todos en narcotraficantes. La situación más crítica se da en el Caribe y el Magdalena Medio, paradójicamente las regiones priorizadas por el Gobierno para compra de tierras con destino a Reforma Agraria, pero también en Caquetá y en los Llanos, entre otras.
Esa es la amenaza efectiva, pero me preocupa más la amenaza latente. Iniciando la década de los 90, ante la incapacidad del Estado para controlar la violencia guerrillera, Gaviria creó las Convivir, luego reglamentadas por Samper (1994), para prestar servicios privados de vigilancia armada en el sector rural, actos administrativos que tuvieron control de constitucionalidad, pero los Gobiernos también fueron incapaces de controlarlas. El resultado: las Autodefensas Unidas de Colombia y el escalamiento de la violencia.
Para los ganaderos me preocupa que, vulnerables frente a la falta de protección del Estado y la amenaza contra sus bienes o la pérdida de su libertad y hasta de la vida, si no se someten a la extorsión por parte de grupos criminales que hoy ejercen control territorial, el miedo y la necesidad de protección vuelvan al sector rural o resucite la idea de unirse y armarse.
FEDEGÁN se anticipa a esa amenaza latente con la vinculación del general (r) de la Policía Nacional, Fernando Murillo, exdirector del Gaula y la DIJIN, para diseñar mecanismos de alertas tempranas y de articulación con la Fuerza Pública, que permitan prevenir los delitos de secuestro, extorsión y abigeato, y así evitar una nueva vorágine de violencia rural en la que los ganaderos vuelvan a ser las primeras víctimas.
El país no puede olvidar que la ganadería está en todo el territorio rural, en 1.105 de los 1.122 municipios, como expresión de soberanía efectiva y listos para colaborar con la Fuerza Pública. Por ello, que no nos dejen otra vez solos frente a la delincuencia es nuestro clamor al Gobierno y al país todo; que aprendamos de la historia… y no la repitamos.
@jflafaurie