La Comisión de la Verdad, creada en el marco del pacto de Santos con las Farc, solicitó al Ministerio de Defensa toda la información de inteligencia, contrainteligencia y operacional desde 1953, así como la documentación sobre “las violaciones a los derechos humanos, infracciones al derecho internacional humanitario” cometidas por las Fuerzas Armadas.
En carta de 6 páginas, Francisco de Roux detalla en 40 puntos lo que la Comisión quiere. Millones de documentos, con copias certificadas, sobre las actividades contrainsurgentes y contra el narcotráfico, manuales operacionales, bases de datos, documentos de doctrina de inteligencia y contra inteligencia, análisis históricos y evolución de las guerrillas y cualquier otro grupo armado ilegal, balances de operaciones, documentación para la defensa del Estado en el sistema interamericano de derechos humanos y de defensa de miembros de la fuerza pública en procesos penales y disciplinarios por eventuales violaciones de derechos humanos e infracciones al derecho internacional humanitario, metodologías de entrevistas e interrogatorios, órdenes de operaciones y planes de batalla, hojas de vida del personal de inteligencia y contrainteligencia, y un largo etcétera adicional.
El asunto, de enorme gravedad, amerita varias reflexiones: la primera, de oportunidad. Todas las “comisiones de la verdad” que se han creado, que son pocas, han tenido lugar tras cesar conflictos armados internos o con la consolidación de la democracia tras un regímen militar. Esta Comisión opera bajo la premisa equivocada de que estamos en un “postconflicto”. Semejante error tiene una consecuencia: en realidad, cualquier información filtrada tendrá impacto en las operaciones militares y policiales actuales y futuras. Además, esos grupos armados ilegales y los narcotraficantes tienen interés, dinero y capacidad para atemorizar, es decir, pueden influir, por coincidencias ideológicas, afán de lucro o miedo, en quienes tengan acceso a la información.
Segundo, de neutralidad. Las comisiones de la verdad deben ser políticamente neutras. No volveré sobre argumentos ya expuestos y me limito a insistir en que entre la mayoría, no todos, los magistrados de la JEP y los miembros de la Comisión de la Verdad, hay un sesgo de izquierda y de animadversión con la Fuerza Pública. En algunos casos, incluso, de simpatía con grupos armados ilegales.
Tercero, de pertinencia. La Comisión incluye en su larguísima petición solicitudes claramente innecesarias para el cumplimiento de su mandato. La información pedida debería limitarse, con extrema precisión, a lo indispensable para cumplir su tarea y nada más.
Cuarto, de seguridad. El secreto y la reserva no son oponibles frente a información sobre eventuales violaciones a derechos humanos e infracciones al DIH. Pero debe serlo en relación con otros asuntos cuando se pone en riesgo la seguridad y la defensa nacionales. Y, por supuesto, la identidad, integridad física y la vida de los agentes de inteligencia y contrainteligencia de las Fuerzas. Nada debería ser más importante. Para rematar, el país tiene tensas relaciones con Venezuela y Nicaragua, a los que son muy cercanos algunos grupos armados ilegales. La información sobre doctrina, operaciones, capacidades, inteligencia y contrainteligencia que se filtre podríar caer en manos de potenciales enemigos externos.
Quinto, la información debe ser entregada a la Comisión solo después de que ella haya explicado la manera en que va a ser manipulada y la forma en que se garantizará la protección de la misma. La Comisión no tiene idea de como hará tal cosa.
Por último, pero no menos importante, la Comisión tiene que asegurar que tendrá acceso a la información de las Farc, del partido Comunista que le dio vida, y de los organizaciones políticas y “civiles” de su entorno, de manera que pueda haber más equilibrio en su análisis.
Cualquier otra cosa haría de la Comisión un pelotón de fusilamiento conceptual e histórico contra el Estado y su Fuerza Pública.