No es la primera vez que la humanidad se enfrenta a un escenario de miedo como el que vivimos hoy. Y no hay duda que cambiará para siempre nuestros hábitos y la manera de relacionarnos.
La propagación del Covid-19 obliga a recordar sucesos transcurridos siglos atrás, como las pandemias multicontinentales de la ‘Peste Negra’ o ‘La Gripe Española’; que ocasionaron la muerte de millones de personas en el mundo y desataron cambios económicos, sociales y culturales a nivel global.
La diferencia en aquel entonces con la sociedad actual, la establece la medicina moderna. ¿Quién iba a imaginar, para el caso del Coronavirus, que el gesto de estrechar la mano del otro sería un factor de riesgo de contagio? No habíamos calculado el impacto que representa para nuestra salud el contacto con objetos en sitios públicos, hasta que nos cercioramos de la existencia de este virus.
Yéndonos a los extremos, bailar con un desconocido se convertirá en un acto de valentía y defender nuestro espacio personal será una medida de protección obligatoria; y ni qué decir del excesivo contacto físico que caracteriza a la cultura latina, criticada por unos y muy bien recibida por otros.
Si bien es cierto, la discusión sobre el Covid-19 en estos momentos se debe centrar en cómo salvar vidas reduciendo el riesgo de contagio, no se puede dejar de calcular los escenarios probables de los efectos económicos y culturales, que se prevén devastadores.
La recesión que vivirá la humanidad, obligará a repensar la forma misma de supervivencia de los pueblos de todos los hemisferios. Lo increíble es que nuevamente se pide retornar al hábito más básico de la higiene personal: El lavado de manos.
Aquí hace justicia recordar que hace más de 170 años, éste hábito fue puesto en práctica por el médico húngaro, Ignác Fülöp Semmelweis, quien inició una férrea defensa de la asepsia para salvar vidas. Sin embargo terminó con la suya, al ser encerrado en un centro para enfermos psiquiátricos como consecuencia de su descubrimiento.
Semmelweis desarrolló la teoría -socialmente incorrecta para aquel entonces-, de que los propios médicos estaban enfermando a las pacientes que daban a luz en los hospitales, al entrar en contacto con ellas tras haber salido de quirófanos o de salas de disección, sin lavarse las manos; transportando así, enfermedades contagiosas.
El médico del Hospicio General de Viena le pidió a sus compañeros adoptar una nueva práctica antes de entrar a las salas de parto, para poder comprobar la veracidad de su hipótesis. El uso del agua y el jabón fueron suficientes para reducir infecciones a menos del 10% de las ingresadas.
Sin embargo, en lugar de recibir un reconocimiento, Semmelweis fue despedido y su descubrimiento fue tomado como una acusación imperdonable contra el honor de su propio gremio. Le creyeron 15 años después de su muerte, cuando el médico francés Louis Pasteur comenzó a hablar de microbios y finalmente se reconoció la importancia de su hallazgo.
Éstas historias trajeron a mi memoria imágenes de mi abuelo, Bernardino Cabal Molina, médico de la Universidad Nacional, especializado en enfermedades tropicales en la facultad de medicina de la Universidad de París.
Durante el transcurso de su vida profesional, desarrolló una fobia a los microbios que le hizo cambiar drásticamente sus hábitos: Abría las puertas introduciendo su mano en el bolsillo de su traje; presionaba el botón de los ascensores utilizando el codo; sus cubiertos no los compartía con nadie y solía comer en una mesa aparte de la mesa principal.
De acuerdo con un estudio desarrollado en el año 2015, por la Universidad de Nueva Gales del Sur, en Australia, los seres humanos nos tocamos la cara unas 500 veces al día en promedio. Los ojos, la nariz y la boca, son los puntos de mayor contacto con nuestras manos, que al no estar limpias, se pueden convertir en un medio de autoinoculación y transmisión de infecciones respiratorias.
Todos estos datos -ninguno de ellos nuevo- nos muestran cómo ignorar medidas tan básicas como el uso del jabón, nos enfrenta hoy a un inminente cambio del mundo que conocíamos hasta ahora.
El distanciamiento social, el cierre de fronteras, los cambios estructurales en nuestra economía y el replanteamiento de lo que concebíamos como necesidades básicas, son los efectos de esta “nueva peste negra” que aunque con orígenes distintos, nos deja grandes lecciones.