El 2 de junio del año pasado, Nicholas Casey, del New York Times, salió de Colombia sin haber podido presentar las pruebas de las absurdas acusaciones él había lanzado en mayo contra el general Nicacio Martínez Espinel, Comandante del Ejército de Colombia. Casey había tenido 15 días para presentar esas pruebas, sobre las supuestas “new kill orders” que el reportero le atribuía al alto mando, pero fue incapaz de presentar una sola. Furioso porque el gobierno no obedeció ni destituyó al general Nicacio, Casey huyó del país y alegó que había “recibido amenazas”. ¿De quién? ¿Como? Esa pirueta no borró de la memoria las fotos de 2016 en que Casey aparece en moto con hombres armados de las Farc.
Ahora Casey regresa con un nuevo embuchado. No de cuerpo presente sino a través, una vez más, de la revista Semana. Esta acaba de publicar uno de esos textos de intoxicación contra las Fuerzas Militares de Colombia que tanto le gustan a Casey. Resultado: doce miembros de la Inteligencia Militar destituidos el l de mayo antes de que el ministerio de Defensa haya siquiera realizado su propia investigación. ¿Para qué investigar a los militares, dicen algunos, si Semana ya los había investigado?
Nicholas Casey y su comparsa Joshua Goodman, de la agencia AP, creyeron que acusar al Comandante del Ejército de Colombia era cosa fácil. Que bastaba lanzar un escrito calumnioso, bajo la forma de un “reportaje” cargado de insinuaciones y mentiras, para liquidarlo políticamente y contribuir a la parálisis de las Fuerzas Armadas.
No lo consiguieron. El General Martínez continuó en su cargo y el Ejército y la opinión siguieron admirando su desempeño. El 17 de junio, el gobierno le impuso al General Nicacio su cuarto sol, la máxima insignia que un soldado pueda alcanzar en Colombia. El 27 de diciembre de 2019, cuando el General Martínez renunció por razones familiares, el presidente Iván Duque nombró al General Eduardo Zapateiro como nuevo Comandante del Ejército y escribió: “Este cambio se hace con una transición ordenada, porque los generales Nicacio Martínez y Eduardo Zapateiro elaboraron el #PlanBicentenario, que dio golpes contundentes a estructuras del crimen y redujo los índices de secuestros y homicidios en este año histórico para el país.”
Los 11 militares y el General X (el gobierno no ha dado los nombres) retirados por “empleo irregular de las capacidades de inteligencia militar”, según el ministro de Defensa, son las nuevas víctimas de Semana. Carlos Holmes Trujillo dio a entender que esas destituciones no habían sido el fruto de una investigación interna del Comando General sino que ésta vendría después.
El ministro que destituye primero e investiga después trató de tranquilizar a la opinión. Dijo que “las decisiones adoptadas no afectan el desarrollo de las operaciones militares” y que las sanciones buscan “fortalecer la seguridad” del país. Sin embargo, la pregunta es: ¿desmantelar servicios claves del Estado sin una investigación previa, e invocando las acusaciones de una revista conocida por su antimilitarismo, puede fortalecer la seguridad y la institucionalidad colombiana?
Valiéndose de falsas revelaciones y de acusaciones sin prueba, Semana se está acostumbrando a doblegar a ciertos gobiernos. Varias veces ha logrado desmantelar sectores enteros de la inteligencia militar. Ha llegado así a imponer una nueva doctrina: en Colombia las Fuerzas Militares y de Policía no pueden acopiar información de inteligencia. Ese es el núcleo del texto llamado “Las carpetas secretas” (1). ¿Recuerda el país el escándalo que montó ese grupo editorial por el hecho de que la inteligencia militar colombiana trataba, muy legítimamente, de saber qué ocurría en La Habana cuando Santos y las Farc negociaban en secreto?
El artículo de Semana habla de “espionaje”. Promueve su texto como la revelación del año. Sin embargo, cuando se lee con cuidado aparece un hecho: el acto que la revista califica de ilegal es una cosa que no es “espionaje” ni es ilegal. El balón se desinfla. El tal “seguimiento informático”, el tal “monitoreo de periodistas”, que Semana presenta como un delito, no es más que una operación de colecta de información abierta, por internet y otros medios electrónicos, de personas y personalidades. Esa data se encuentra en redes sociales, en la prensa, en libros, estudios y archivos disponibles. Es también una operación legítima de seguimiento, físico o electrónico, de gente que entra en contacto con jefes narcos-terroristas, bajo la excusa de hacer periodismo, cuando, en realidad, la información ofrecida al público es nula y los réditos de propaganda son altos.
Nicolas Casey se vio involucrado en un acto de guerra psicológica cuando intentó destruir, con mentiras, al comandante del Ejército de Colombia. ¿Semejante operación no debía ser analizada, hasta en sus menores detalles, por el Estado colombiano? Yo soy de los que dice sí, y que al hacerlo la inteligencia militar estaba protegiendo la Constitución. ¿Qué habría sucedido si un periodista colombiano incursiona en Estados Unidos y, tras entrar en contactos con bandidos, como fue el caso de Casey, lanza una campaña de mentiras para acabar con un alto mando militar?
Recolectar información de inteligencia es un derecho y un deber de la legalidad republicana. Ninguna democracia acepta prescindir de la recolección de información. Hacerlo es renunciar a conocer los planes enemigos. Los Estados más estables y menos amenazados por el terrorismo y el crimen organizado recopilan, clasifican y explotan información de inteligencia y se dotan de una política de contrainteligencia. El mismo Estado Vaticano tiene servicios, y muy sofisticados, de inteligencia. ¿Semana cree que sin ello el papa Juan Pablo II y el presidente Reagan habrían podido derrumbar el comunismo soviético en 1991?
¿Acaso Semana ignora que las embajadas hacen el “seguimiento”, informático o no, de cada actor político, económico, mediático, académico, del país sede y que esa actividad es aceptada? ¿Ignora que la embajada de Cuba en Bogotá, por ejemplo, colecciona información abierta o no de miles de colombianos y de extranjeros en Colombia? Semana, sin embargo, no cuestiona esos “seguimientos informáticos” ni ese “monitoreo” de periodistas y particulares.
El libro blanco del gobierno francés “sobre la seguridad interior y contra el terrorismo”, dice: “La eficacia de la actividad de los servicios de inteligencia y de seguridad (…) reside en la capacidad de esos servicios para anticipar la acción violenta y para analizar los mecanismos que contribuyen al desarrollo del fenómeno terrorista para pararlo. Eso justifica la mejora de nuestra capacidad de vigilancia de las comunicaciones electrónicas, el acceso (…) a ciertos ficheros administrativos y una mejor identificación de los viajeros peligrosos”.
¿Por qué Colombia debe ser la excepción? ¿Nuestro país no está excesivamente afectado por organizaciones narco-terroristas y por dictaduras extranjeras que trabajan desde hace décadas para desbaratar nuestro modo de vida?
La vieja obsesión de las Farc, en todas sus variantes, es esa: que su adversario principal, responsable de su derrota histórica, no pueda reunir información sobre ellas ni sobre sus aparatos de superficie, ni sobre sus aliados externos. La subversión anticapitalista y los carteles de la droga, son los primeros interesados en desordenar la inteligencia y contrainteligencia del Estado. Buscan impedir que la fuerza pública y el poder ejecutivo manejen información exclusiva, y no dispongan de un marco legal que les permita obtener información sobre los actores sediciosos.
Ese es el debate que está sobre la mesa. No es que Semana lo plantee. Semana no quiere un debate político, quiere desmontar, no sé por qué, ciertos ejes del Estado colombiano, lanzando unos pretextos. El artículo no menciona, ni describe, un solo acto criminal. Lo que hace es atribuirle abusivamente un carácter penal a actos de recopilación de información que son legales.
Bien es sabido que hay dos corrientes de pensamiento frente al problema del espionaje. “Para unos, la historia aparece como un decorado cuyos apoyos dependen de los hilos invisibles de la acción secreta; para otros, el espionaje es una actividad parásita, generalmente sucia, casi que inútil y casi sin efectos sobre la conducción de las guerras ni sobre el curso de la política”, resume Jean Pierre Alem, un especialista en esa materia. Semana adopta la segunda postura. El punto entonces es: ¿la democracia colombiana puede disponer de servicios de inteligencia de manera autónoma y recibir ayuda de gobiernos aliados que luchan contra las mismas calamidades? Semana dice no.
El artículo no cita un solo caso de censura de prensa, ni un solo atropello a un periodista, ni a un particular. Sin embargo, para distraer la atención, diaboliza la recopilación de información llamándola “espionaje”. Hay un párrafo en ese texto que desnuda la preocupación de Semana: “Ellos [los militares] van a tratar de salirse por las ramas argumentando que la información recopilada de fuentes abiertas como tal no es inteligencia. El problema con eso es que el producto final, es decir, los informes que se hacen (sic) con base en esos datos, sí son inteligencia y tienen un fin específico, que en este caso no es claro.”
Sin poder exponer qué crimen o “fin específico” cometieron los militares con la “información recopilada”, Semana da a entender que el mal radica en la inteligencia en sí. Ese grupo editorial está, en particular, contra el hecho de que la fuerza pública redacte “informes (…) con base en esos datos”. Dice que ese “producto final” es “inteligencia” y que ese es el problema. Luego lo que molesta a Semana es la capacidad del Estado para hacer inteligencia como principio, no sus excesos. A Semana no le importan los casos aislados, las “desviaciones” (imaginarias) de ese acto sino el principio mismo de emprender operaciones de inteligencia, de seguimiento, de verificación e identificación de actores que pueden poner en peligro las instituciones democráticas.
Semana cita como respaldo teórico a la profesora Catalina Botero, de la Universidad de los Andes. Ella fascina cuando dice que no se puede espiar a las personas “que dicen o hacen cosas con las cuales el Estado no está de acuerdo”. ¿Mide ella el alcance de sus palabras? La doctora Botero dice, en efecto, que el Estado debe abstenerse de vigilar y detener a los terroristas, traficantes, corruptos, asesinos, secuestradores y violadores, pues ninguno de ellos está de acuerdo con el Estado, y todos ellos “hacen cosas con las cuales el Estado no está de acuerdo”. Por esa razón, según la doctora Botero, ese personal debe gozar de libertad e impunidad. Hace tiempo que el progresismo vive enamorado de los criminales.
Semana buscó también el apoyo de Patrick Leahy. Nadie olvida que ese senador, vocero del ala más izquierdista del partido demócrata estadounidense, puso en peligro, en 2002, la continuidad del Plan Colombia, gracias al cual el gobierno del presidente Álvaro Uribe pudo arrinconar a las Farc. Crítico injusto del Ejército de Colombia, Leahy, en 2019, aplaudió el tósigo de Casey por lo que fue públicamente criticado por la senadora María Fernanda Cabal. Leahy, aliado hoy al socialista Bernie Sanders, da crédito a las acusaciones de Semana y amenaza con una reducción o anulación de la “asistencia militar de Estados Unidos a Colombia”.
Entre líneas aparecen otros cuatro personajes, que Semana escribe como “perfilados” por la inteligencia militar cuando pasan por Colombia. Ellos son José Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, la fotógrafa Lynsey Addario, el fotógrafo Stephen Ferry y el periodista John Otis. Cosa curiosa: los cuatro están ligados de alguna manera a la Open Society Foundations, la organización del millonario Georges Soros. John Otis es corresponsal en Colombia de una revista financiada por la OSF. Catalina Botero también hace parte del andamiaje de Soros. Semana no menciona esos datos.
¿Cómo no deducir que el informe de Semana es un encargo del millonario activista Soros, quien suele pagar muy bien tales esfuerzos de penetración e influencia? Soros utiliza sus millones para crear asociaciones que impulsen la abolición de las fronteras, la desestabilización de los Estados y la manipulación de la justicia.
Lo que más preocupa es que todo ese ruido sobre el “monitoreo” a periodistas es solo una parte del programa. Como un iceberg, la parte sumergida es inmensa: reducir la ayuda militar de Estados Unidos a Colombia. El objetivo de la campaña es vastísimo, muy peligroso y tiene ricos padrinos.
Después de seis décadas de combate feroz contra una organización totalitaria con gran experiencia, Colombia no parece haberse dado cuenta que la desinformación y la mentira son armas de destrucción masiva y que esas armas deben ser combatidas con tanta seriedad como las otras, las políticas y militares.