
Hoy 1 de mayo es el día de celebración del trabajador, pero en Colombia ya no es lo mismo “es el día de los que no trabajan.” En el corazón de Bogotá se ha vuelto a representar un espectáculo que ya no sorprende a nadie, pero que sí debería alarmar a todos. Me refiero a la reciente llegada masiva de comunidades indígenas del Cauca a la capital, en el marco de las movilizaciones que se llevaran a cabo hoy, convocadas abiertamente por el presidente Gustavo Petro para defender sus reformas. Más allá del simbolismo político, la situación plantea interrogantes profundos sobre el verdadero papel de estas movilizaciones y su impacto real en la vida nacional.
Durante décadas, los pueblos indígenas han exigido (y en casi todos los casos obtenido) un reconocimiento justo de sus derechos ancestrales (cuento trillado, hasta cuándo van a pasar factura de su supuesta deuda ancestral), autonomía territorial y participación política. Sin embargo, lo que estamos presenciando no es una reivindicación social legítima, sino una distorsión perversa de esos principios. Estas marchas el día de hoy, no son normales, por el contario son atípicas, no espontáneas ni conscientes; son el resultado de una estrategia gubernamental que pretende disfrazar de respaldo popular lo que en realidad es una operación política maquiavélicamente orquestada, financiada y desconectada de la realidad del país (ellos de verdad no se quieren dar cuenta que los están usando, porque mal o bien les pagan, y son millonadas)
Quien haya observado con atención se ha debido dar cuenta que muchos de los participantes ni siquiera comprenden el por qué están en Bogotá. Diversas entrevistas hechas por medios independientes han dejado en evidencia que una parte significativa de los movilizados no conoce los detalles ni el alcance de las reformas por las que supuestamente marchan. Algunos incluso han confesado haber sido transportados sin mayor explicación, como si se tratara de una excursión, no de una manifestación política informada.
Es aquí donde debemos preguntarnos con franqueza: ¿a quién representa realmente esta marcha? ¿A ciudadanos conscientes que defienden su futuro, o a grupos alzados en armas a cambio de prebendas, favores o simples subsidios?
Las comunidades indígenas del Cauca, en particular, han sido objeto de una fuerte inversión estatal durante los últimos años (en especial en este gobierno derrochador y cómplice). Reciben grandes sumas de dinero del presupuesto nacional, gozan de autonomía territorial, manejan sus propios sistemas de justicia y, en muchos casos por no decir en todos, impiden la entrada del Estado a sus territorios. Sin embargo, cuando se trata de recibir transferencias económicas, el mismo Estado al que rechazan sí es bienvenido. Esta contradicción no solo es preocupante; es insostenible.
La situación en Bogotá se ha vuelto insólita. Chivas sobrecargadas han circulado durante los últimos días por la ciudad sin respetar normas de tránsito, se han tomado parques públicos, avenidas principales y hasta espacios académicos como la Universidad Nacional, donde ya han tenido altercados con los estudiantes. A algunos se les han incautado armas y municiones; otros, simplemente, se pasean en evidente estado de embriaguez (con el ejemplo del presidente, que más se puede esperar). ¿Esto es acaso una expresión legítima de protesta, o el reflejo del caos institucional al que nos estamos acercando?
El presidente Petro ha insistido en que esta marcha refleja el respaldo popular a sus reformas. Pero se equivoca. Lo que se percibe no es apoyo genuino, sino una escenografía construida para alimentar la narrativa de un liderazgo que pierde fuerza entre las clases medias y los sectores productivos del país, en palabras claras “una marcha comprada”. Un respaldo que, en última instancia, proviene de quienes no generan empleo, no tributan, no aportan al desarrollo económico, pero sí consumen recursos públicos sin ningún tipo de control o fiscalización.
El problema no es la protesta social. Colombia necesita espacios de diálogo y movilización democrática. El problema es la instrumentalización de ciertos sectores vulnerables para fines políticos, desvirtuando así su causa legítima y perjudicando aún más su integración real a la sociedad. Al convertirlos en comparsa de un proyecto de poder, se les priva de su verdadera voz y se les condena a seguir siendo piezas en un tablero ajeno.
La democracia se construye con argumentos, no con manipulaciones. Y las reformas (si son necesarias) deben ser defendidas con razones, no con multitudes llevadas en autobuses, borrachos yo drogados, sin claridad ni propósito.
No se equivoque, presidente. El respaldo verdadero no se mide en plazas llenas, sino en ciudadanos informados. Y este país aún tiene muchos que piensan, trabajan y viven con dignidad. No todos viven sabroso a costa de los demás. Hoy cualquier cosa puede pasar, rogamos al todo poderoso que no sea así, esperamos que los atentados contra la fuerza pública no sean parte del orden del día, ahora más cuando aún las fuerzas armadas continúan maniatadas por el “decreto presidencial de la muerte p para la fuerza pública”.
Una respuesta
Una plaza llena de indígenas borrachín es, cln todo pago, no cotizan, no trabajan, no aportan nada la país, otros metiendo vicio, con todo pago muchos vagos van, pero la realidad es otra, ojo Colombia, ojo.