El presidente Gustavo Petro pudo haber pensado que bastaba con lanzar una diatriba incendiaria en Cali (1) contra el fiscal General Francisco Barbosa, sin mencionarlo, para ablandarlo y arreglar de una vez por todas la candente cuestión de la “paz total” (2) y de la liberación inmediata de los 200 encarcelados de la llamada “primera línea”.
El 28 de enero, en efecto, ignorando si el fiscal general, en su encuentro en la Casa de Nariño, iba a mantener dos días después su posición de no ceder a sus órdenes de excarcelar a los delincuentes de la “primera línea” que se habían distinguido, sobre todo en la comuna de Siloé, de Cali, por sus actos sangrientos contra la fuerza pública y los civiles durante el llamado “estallido” de abril/mayo de 2021, Petro ensalzó públicamente a esos vándalos, los catalogó de simples “jóvenes que protestaban para defender sus vidas” (3), y acusó a un “sector del Estado” (léase la Fiscalía) de “no querer la paz” y de “presionar a los jueces con una acusación de prevaricato” si firmaban las excarcelaciones de esos “manifestantes”.
Sin sonrojarse, Petro afirmó que en Colombia “hay presos sociales por protestar” y que esos “jóvenes” deben salir libres para recibir salarios y el título de “gestores de paz”.
Sin poder frenar su agresiva proclama, el presidente llegó a lanzar acusaciones extremas contra su antecesor, Iván Duque. Sin mencionar tal nombre, Petro dijo que el Estado había “respondido con un autoritarismo bárbaro y criminal” ante la protesta de los jóvenes de Siloé durante “el estallido social” de 2021 y que tanto el gobierno como la policía y una “élite blanca” de Cali habían desatado una “guerra civil” y hasta una “guerra étnica contra los negros (sic) de Siloé”. Rompiendo con todo principio de realidad Petro expresó que el Estado colombiano “niega la existencia misma de la juventud” y es un “instrumento sanguinario de muerte” de los jóvenes idealistas. Pero que, por fortuna, todo iba a cambiar ahora pues él había sido elegido para impedir que siguiera la matanza de jóvenes y estudiantes por el Estado criminal colombiano.
Con todo, las violentas gesticulaciones de Petro en Cali fueron inútiles. Unas horas más tarde, el 30 de enero, el fiscal Francisco Barbosa le reiteró, en Bogotá, al jefe del Ejecutivo que su posición frente a la temática de las excarcelaciones ilegales y de las negociaciones políticas con los narcotraficantes no había cambiado. Un diario de Medellín detalló las tesis expuestas ese día por el fiscal: “Francisco Barbosa declaró que no le dará tratamiento político a las bandas criminales e insistió en que [éstas] se deben someter a la justicia” y que el fiscal “no levantará órdenes de captura hasta que haya una ley que garantice justicia retributiva” (4). Barbosa remató con esta explicación: “En Colombia lo que ha habido son sometimientos a la justicia. El caso de Pablo Escobar, en 1993, se sustentó con decretos de sometimiento. En el gobierno de Álvaro Uribe, con la Ley de Justicia y Paz, hubo un sometimiento de los paramilitares”.
Al salir de esa reunión, el Fiscal General informó a la prensa que el jefe de Estado “se había comprometido a no adelantar negociaciones políticas con narcotraficantes, ni a solicitar más levantamientos de órdenes de captura hasta tanto se superen los debates en el Congreso para viabilizar la ley”.
Después de su arenga tremendista en Cali, Petro tuvo pues que adoptar rápidamente un perfil bajo y olvidarse de las acusaciones infundadas que había lanzado contra la fiscalía general. ¿Cómo explicar ese brusco viraje de Petro? La clave puede ser un hecho importante: Francisco Barbosa se había reunido el 25 de enero, en Washington, con Merrick Garland, el fiscal General de EE. UU., y con Kenneth Polite, el fiscal adjunto. Con ellos, Barbosa abordó el tema de la intención del gobierno colombiano de lanzar negociaciones políticas con narcotraficantes y levantar, sin un marco jurídico claro, las órdenes de captura contra 16 jefes de estructuras criminales (del Cartel del Golfo y de los Pachenca) y otras excarcelaciones de delincuentes comunes, lo que constituye una dificultad mayor para la justicia colombiana y para las extradiciones de narcotraficantes hacia Estados Unidos.
Una pregunta queda aún en el aire. ¿Por qué el presidente fue a Cali a echarse la ardiente perorata del 28 de enero? Nada impide deducir que ese mitin tiene que ver, no solo con la idea de distorsionar lo que pasó en Siloé en los disturbios de 2021 y en todas las olas de vandalismo “humanista” de 2019 a 2022, sino con el momento político actual. Es probable que Petro insiste en sacar adelante sus líneas litigiosas sobre la “paz total” y, a su vez, quiere agitar a los sectores marginales de Cali, como ya lo había hecho antes del comienzo de la campaña presidencial, para que le sirvan, una vez más, de carne de cañón y masa de choque, sobretodo el 15 de febrero próximo, contra las manifestaciones antigubernamentales de ese día.
Si Petro quería provocar a los sectores ultras para que ataquen las manifestaciones pacíficas del 15 de febrero él no habría podido hacerlo de manera más hábil. Para ello no vaciló en enaltecer los actos criminales que cometieron los comandos de la “primera línea” en Siloé y otros lugares, presentándolos como una “actitud defensiva” destinada a “defender a la ciudadanía” y para “no dejarse matar” por el Estado. Si algo grave ocurre el 15 y 16 de febrero en Colombia nadie podrá ignorar que el presidente de la República legitimó los desmanes callejeros al calificarlos de “manifestaciones defensivas” y a sus actores como “jóvenes populares”.