
Una vez más, el gobierno del presidente Gustavo Petro se enfrenta al espejo de su ineficacia. Esta vez, el escenario es el Catatumbo, el epicentro de una crisis de seguridad estructural que, lejos de apaciguarse con la declaración del estado de conmoción interior, terminó por evidenciar (con cifras y realidades sobre el terreno) que el aparato estatal sigue ausente, mientras los fusiles del ELN y las disidencias de las FARC imponen su ley.
La medida excepcional decretada en febrero pasado, y que finalizó 90 días después con un resultado preocupantemente ineficaz, fue presentada como una respuesta urgente a la violencia desbordada en los departamentos de Norte de Santander, Cesar y la ciudad de Cúcuta. Sin embargo, la misma terminó siendo una cortina de humo más dentro del catálogo de decisiones apresuradas de este gobierno, que parecen responder más al cálculo político que a un análisis técnico y territorial serio.
La Procuraduría y entidades independientes como la Asociación Nacional de Empresarios (ANDI) no tardaron en cuestionar la validez de la medida, señalando que no hubo una justificación clara sobre la necesidad de tales decretos, ni un planteamiento coherente sobre las acciones extraordinarias requeridas. ¿Resultado? 64.193 personas desplazadas, 12.887 confinadas y 106 asesinadas durante el periodo de vigencia de la conmoción, según cifras oficiales. El gobierno no solo no logró controlar el territorio, sino que dejó expuesto, una vez más, su desconexión con la realidad de las regiones.
Este episodio se suma a una larga lista de decisiones fallidas durante el mandato de Petro. Desde la reforma a la salud que terminó siendo retirada por falta de consenso técnico y político, hasta la confusa política energética que genera incertidumbre en los sectores productivos, pasando por improvisaciones como el anuncio de acabar con la exploración de petróleo mientras se sigue dependiendo del mismo para financiar el presupuesto nacional. Cada “conmoción” que pretende generar el mandatario parece terminar en un costoso ensayo.
Lo más grave, sin embargo, es la constante tendencia del gobierno a instrumentalizar las crisis nacionales para reforzar una narrativa de confrontación con las instituciones. Petro no pierde oportunidad para tensionar al Congreso, desafiar las decisiones de la Corte Constitucional o culpar a “las élites” de todos los males del país, mientras evita asumir responsabilidades. Declarar un estado de excepción en zonas históricamente abandonadas sin un plan articulado de seguridad, justicia y desarrollo, solo demuestra una voluntad simbólica sin herramientas reales.
El fin del estado de conmoción se concretó en el Decreto 0467 de 2024, con la firma de todos los ministros, pero sin un solo resultado que permita justificar su implementación. Y, aun así, el gobierno prorrogó por 90 días más los efectos de 11 decretos legislativos emitidos en ese contexto. Una estrategia que genera más dudas que certezas: ¿se trata de insistencia en una fórmula fallida o de un intento por sostener un discurso de poder frente al caos?
El Catatumbo, como muchas otras regiones de Colombia, no necesita discursos grandilocuentes ni decretos de emergencia. Necesita presencia estatal permanente, inversión social sostenible, liderazgo sin miedo y una estrategia de seguridad clara que integre lo militar, lo civil y lo económico.
La conmoción real, la que de verdad golpea a los colombianos, no es la que declara el gobierno, sino la que produce su falta de rumbo. Mientras tanto, el país sigue esperando un presidente que gobierne más allá de Twitter, que escuche más a las regiones que a los asesores de campaña, y que comprenda que gobernar es actuar con responsabilidad, no con espectáculo.