El Gobierno presentó esta semana su estrategia de defensa y seguridad. Aunque tiene sus raíces en la Seguridad Democrática de Uribe, está lejos de ser una copia y avanza en puntos importantes.
Rescata la importancia de la colaboración ciudadana para la lucha eficaz contra el delito, un elemento sin el cual ninguna estrategia es eficaz y que había sido desechado por Santos. La información y la cooperación que presten los ciudadanos, en el mundo contemporáneo, son vitales en la lucha contra el delito y, en especial, en el combate al terrorismo, del que estamos lejos de habernos librado, tal y como lo probó el mortal ataque a los estudiantes de la General Santander. Sin apoyo de los habitantes, sin sus ojos y oídos, es sumamente dificil prevenir y resolver estos crímenes. Algunas críticas se han hecho a este enfoque, alegando que fomenta una cultura de “sapos”. Esa percepción refleja una equivocada escala de valores, en la cual se premia el silencio y la complicidad pasiva con los criminales, por motivos ideológicos, de conciencia de clase o de raza, y no la obligación ciudadana de apoyar a los miembros de la Fuerza Pública en el cumplimiento de sus tareas. El apoyo de los habitantes a sus policías y soldados, la denuncia del delito y los delicuentes, y la información sobre situaciones sopechosas, son conductas arraigadas hasta el hábito en sociedades civilizadas, pero poco comunes en estos lares.
El Gobierno también introduce la ciberseguridad en la estrategia. En los tiempos que corren se hace más daño vulnerado sistemas informáticos que neutralizando aviones, buques o tanques. Además de que se puede hacer de manera remota y sin arriesgar una sola vida, los ciberataques pueden colapsar la prestación de servicios públicos, bancos, bolsas financieras, o procesos electorales, con mucho más daño que una bomba. La operación sobre las instalaciones nucleares iraníes fue más efectiva que un incierto bombardeo, por ejemplo, y aún no hay certeza de que haya sido ejecutada por Isreal, lo que supone que no se pagan costos políticos y diplomáticos. Colombia está en pañales en esta materia, necesita conocimiento sofisticado y debe hacer una tarea de formación de expertos nacionales, identificación de blancos vulnerables y construcción de defensas eficaces.
Algunos otros puntos, no destacados suficientemente, merecen comentario. Uno, la necesidad de hacer de la lucha contra el narcotráfico el eje central de cualquier estrategia. El narcotráfico es una plaga de la que veníamos librándonos con relativo éxito hasta la claudicación de Santos que, para complacer a las Farc, renunció a su combate y, peor, estableció incentivos perversos en el acuerdo con esa guerrilla que nos han llevado al mar de coca en que hoy vivimos. No sobra recordar que el narcotráfico es el peor enemigo del medio ambiente por la deforestación de selvas y bosques y el envenenamiento de los ríos, alimenta las finanzas de los grupos armados organizados, fomenta la violencia de pandillas y jíbaros, es un problema monumental de salud pública y la drogadicción, además, destruye las familias, distorsiona la economía y daña a los industriales y comerciantes por el contrabando, el lavado de activos y el impacto sobre el precio del dólar, promueve la corrupción, arrasa con la ética pública y fomenta la cultura del dinero fácil. No hay esfera de la vida social que no toque para infectarla.
Dos, la urgencia de entender que las soluciones de seguridad no deben estar solo en cabeza de la Fuerza Pública sino en la acción integral del Estado. Una y otra vez soldados y policía neutralizan y desplazan estructuras criminales y, después, el Estado es incapaz de consolidar los territorios. Como resultado de la ausencia de control territorial pleno, más temprano que tarde florecen de nuevo los violentos. El fracaso de la estrategia de Santos en este campo es palpable: en los municipios de desmovilización se mata más hoy que en los épocas de enfrentamientos abiertos con las Fuerzas Militares y la Policía.
Tres, la necesidad de evaluar los caminos y tomar acción en relación con los acuerdos con las Farc, las disidencias, los reincidentes, el incumplimiento por algunos comandantes y la JEP. Acá no solo hay promesas de campaña por cumplir sino desafíos incrustados en el corazón de la seguridad.
Finalmente, el análisis geoestratégico profundo que muestre los riesgos reales para nuestra soberanía y nuestro territorio. Es entendible que en un documento público no se aborden de manera clara estos desafíos, pero no es menos cierto que resulta indispensable hacerlo. Además, porque la porosa frontera de 2.219 kilómetros con Venezuela no solo es imposible de controlar sino que se ha convertido en el refugio de narcos y guerrilleros, en no pocas ocasiones con la complacencia de las FAV. Conseguir la colaboración venezolana debe ser un objetivo estratégico para Colombia, se caiga o no Maduro.