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La democracia arde y el fósforo está en palacio. Por: Silverio José Herrera Caraballo

La reciente caída de la consulta popular, que, aunque revive la reforma laboral en el Congreso, más allá de ser un revés político para el Gobierno, es una expresión legítima del funcionamiento democrático. El Legislativo actuó como debe hacerlo: deliberó, evaluó y decidió. Que el Ejecutivo no haya conseguido los votos necesarios no es una traición al pueblo, sino parte del juego institucional que sostiene a cualquier república. Pero la reacción del presidente Gustavo Petro junto a la de su ministro del interior (encargado de funciones presidenciales por la ausencia del primero) fue, nuevamente, de confrontación.

En lugar de aceptar con madurez la decisión del Congreso, Petro recurrió a las redes sociales para encender los ánimos, llamando a sus bases sociales a “movilizarse” y ordenando a las Fuerzas Militares y de Policía que “no ataquen al pueblo”. Este mensaje, lejos de ser prudente, es profundamente irresponsable. El jefe de Estado no puede insinuar que las instituciones están listas para reprimir al pueblo cuando no hay ningún indicio de ello. Es una narrativa peligrosa que erosiona cada vez más la confianza pública en las fuerzas del orden ya de por si bien maltratadas en este gobierno y siembra división en un país que necesita diálogo, no confrontación.

El contexto lo agrava aún más. La revista Semana reveló recientemente un chat privado entre el presidente Petro y Armando Benedetti, exembajador y figura clave en la campaña electoral. El mensaje fue enviado justo después del hundimiento de la propuesta de consulta popular, y en él Petro expresa su frustración e insinúa una convocatoria masiva para forzar un cambio desde las calles. Esto no es nuevo: en 2022, cuando era oposición, también convocó a una “huelga general”. Ahora, ya desde el poder, repite la fórmula. ¿A quién se está convocando realmente? ¿A ciudadanos indignados o a una base movilizada para presionar por la vía extrainstitucional?

Cada vez es más claro: del presidente brota una pulsión subversiva, una visión que pone la voluntad de la calle por encima de la institucionalidad. No puede ser que quien lidera el Estado actúe como si estuviera aún en campaña, apelando a la movilización como única respuesta ante cualquier límite legal o democrático.

No hay ambigüedad posible: si se producen disturbios, bloqueos, violencia o fracturas institucionales en el país a raíz de esta convocatoria, el único responsable será Gustavo Petro Urrego. Las palabras del presidente tienen peso. Y cuando se usan para agitar, para confrontar, para sugerir desobediencia o ruptura, esas palabras se convierten en actos.

Las Fuerzas Militares no están para obedecer impulsos ideológicos ni para deslegitimar las decisiones democráticas. Están para proteger a toda la ciudadanía, garantizar el orden constitucional y actuar bajo el marco de la ley. Nadie las está utilizando para “atacar al pueblo”, como sugiere el presidente. Más bien, parece que se busca condicionar su lealtad institucional frente a una agenda personal que va perdiendo terreno político.

El Congreso no ha traicionado al pueblo. Ha votado, como manda la ley. El pueblo no es solo quien marcha, sino también quien se expresa en las urnas, en los gremios, en las organizaciones sociales y en los mismos partidos políticos. Esa es la democracia. Si el presidente no reconoce los límites del poder, si insiste en hacer del desacuerdo una razón para la agitación, está socavando las bases del Estado que prometió proteger.

Señor presidente, su deber no es incendiar al país, sino gobernarlo. Y gobernar no es imponer, es convencer. No es dividir, es unir. La historia será implacable con quienes usen el poder para sembrar caos. Que no quepa duda: lo que ocurra de ahora en adelante será responsabilidad suya, y solo suya.

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