Nos fascinan los diálogos. Leímos el primero de Platón, el Banquete para más señas, a los 16 años. No éramos niños prodigio. No. Era lo que teníamos para leer en casa. Y nos gustaron, entre muchas razones, porque como en las películas de vaqueros siempre ganaba el guapo, que en esta fantástica aventura del pensamiento humano, una de las más altas que jamás se conocieron, era Sócrates.
A Platón le dio por llevar su diálogo maravilloso, La República, a la vida real. Si el mejor gobernante debía ser el filósofo, pues era cosa de coser y cantar: darle todo el poder a los filósofos, los máximos artistas del diálogo.
Las cosas no salieron bien. Platón trató de hacer su República en Sicilia, para transportar después su idea al mundo entero y le fue peor que a los perros en misa. Los tiranos ilustrados de Platón murieron todos en el exilio o el patíbulo. Y la idea de esa especie de ingeniería social, puede estudiarse en un libro famoso, “La Sociedad Abierta y sus Enemigos” de Karl Popper.
En los siglos XVII y XVIII se repitió la historia. Esta vez la llamaron el despotismo ilustrado de los reyes y tuvo sus héroes y predicadores: Thomasio, Wolff, Puffendorf, Burlamaqui y otros amigos y vecinos. Los déspotas ilustrados también murieron en el destierro o el patíbulo, con frecuencia con el cuello roto. Y no por ilustrados. Por déspotas.
La Historia nos demuestra que siendo el diálogo magnífica cosa, no es para gobernar, sino para buscar una verdad científica o filosófica. Para gobernar se hizo la autoridad, desde el principio de los tiempos. Ojalá que el que la ejerce escuche y discuta. Pero que mande, que gobierne.
Y ese es el régimen que llamamos democrático. El Gobierno del Pueblo, donde todos opinan y uno, al final, manda.
La autoridad no es despotismo. El que manda tiene por encima de su voluntad de mando, las Leyes. Y tiene jueces que lo vigilan y un pueblo que juzga su ejercicio del poder. Pero manda, y dicen muchos, que aunque mande mal.
Todas estas meditaciones nos vienen en mente a propósito del diálogo montado en el cauca, donde un puñado de indígenas, dice la Policía que son exactamente 7.340 (siete mil trescientos cuarenta) de los cuales 690 están dedicados a destruir una carretera que pertenece a cuarenta y siete millones de colombianos, hacen lo que les da la gana, y les da la gana paralizar el país, matoniarlo, para usar la palabra en boga.
Al Presidente lo hemos elegido para que sea Jefe del Gobierno, Jefe de Estado, Suprema Autoridad Administrativa y Comandante Supremo de las Fuerzas Militares y de Policía. Votamos por él porque nos encantaron sus diálogos, entre otros los apasionantes sobre la Economía Naranja, pero no para que siguiera dialogando cuatro años, sino para que ejerciera autoridad. Y para ese ejercicio le corresponde “conservar en todo el territorio el orden público y restablecerlo donde fuere turbado”.
No nos cabe aquí discutir lo que es el orden público. Pero ni el más elemental colombiano ignora que se turba cuando uno o varios interrumpen las vías, encarecen los alimentos, impiden la vida social ordinaria, taponan la llegada de medicinas y socorros para los que lo necesitan, agarran a palo, piedra y bombas a la Policía, exigen sus derechos, o los que llaman así, no con respetuosas peticiones, como manda la Constitución, sino a la brava.
Si los de la Minga tienen éxito, el precedente que se sienta es obvio. Para conseguir lo que se quiere, que vengan esas que llama el Gobierno las vías de hecho. Y ya está. Siete mil manifestantes enardecidos los reúne cualquiera, a cualquier hora y en cualquier parte. Y entonces se acabó la Nación, murió el Derecho, desapareció la Constitución, todo porque se esfumó la Autoridad y se la reemplazó, como quiso Platón hace 25 siglos, y con tan malos resultados, por el Diálogo.
El Presidente Duque es un hombre brillante y que no nos duela calificarlo como el mejor y más moderno pensador de la República. Y como el más eminente conversador posible. Pero no lo elegimos para conversar sino para que ejerciera autoridad. Que no es la violencia, como muchos quisieran decir. La autoridad se ejerce sin aspavientos ni despliegue de la fuerza, como pasa en la inmensa mayoría de las veces. Pero cuando algún recalcitrante la desafía en daño de los demás, se recuerda que el derecho es coercible. Y por eso y para eso existen el derecho penal, los bastones de mando, los fusiles, las cárceles. Extrema ratio a la que ojalá nunca se acuda. Pero que debe ser puesta en obra cuando no hay más remedio, para salvaguardar el Bien Común, una de cuyas condiciones esenciales es el Orden Público. ¿Queda claro?