
Expertos alertan que la sobreprotección, el encierro y la digitalización prematura están desplazando los espacios espontáneos de aprendizaje, cooperación y autonomía. Retomar el valor del juego en parques, calles y grupos escolares podría ser clave para la salud mental infantil y la reconstrucción del tejido comunitario.
Valledupar, 3 de octubre de 2025.- El 76 % de los niños en Colombia ya no juega en la calle de forma regular, según cifras citadas por el educador Julián de Zubiría. La transformación cultural ha sido profunda: donde antes había calles llenas de grupos infantiles jugando a la lleva, ahora hay habitaciones solitarias con pantallas, hipervigilancia parental y ansiedad temprana.
Zubiría advierte que esta pérdida del juego libre y colectivo está teniendo un costo emocional y social evidente. Los niños se relacionan menos con sus pares, tienen menor autonomía, baja tolerancia a la frustración y dificultades para resolver conflictos. “Al no jugar con otros niños, no desarrollan empatía, cooperación ni pensamiento simbólico”, señaló.
El fenómeno se relaciona también con el auge de los llamados “padres helicóptero”, que supervisan a sus hijos en todo momento y les impiden asumir riesgos. Además, el tiempo que antes se dedicaba a correr, saltar o negociar reglas con otros niños, ha sido reemplazado por pantallas y vigilancia adulta. “Pasar tiempo con los hijos no es lo mismo que jugar con ellos”, recordó el autor de La generación ansiosa.
Estudios publicados en la revista Nature han demostrado que los juegos arriesgados y al aire libre fortalecen la coordinación, la autoconfianza y la salud mental. La desaparición de esos espacios de socialización afecta incluso el desarrollo motor de los niños, cuya motricidad fina y gruesa es cada vez más deficiente.
La escuela se convierte hoy en uno de los pocos lugares donde aún se juega de manera libre y colectiva. Pero incluso allí, algunos padres piden instalar cámaras para vigilar a sus hijos. “No quieren dejarlos jugar. Les quieren cortar las alas”, concluye Zubiría, al advertir que recuperar el juego no es un lujo: es una urgencia cultural.





