La necesidad de una profunda reforma al sistema de administración de justicia está fuera de discusión. Sobre su urgencia parece hacer consenso excepto, por supuesto, en las altas Cortes. Pero el acuerdo no se extiende al contenido. Ahí hay diferencias importantes.
En mi opinión, cualquier reforma integral debe tener siete ejes: mejorar el acceso, acelerar la resolución de los casos, resolver la exasperante morosidad y descongestionar, generar seguridad jurídica, mejorar la calidad de los abogados y de los operadores jurídicos, frenar la corrupción rampante en el sistema, poner fin a su politización, y conseguir un mejor gobierno de la rama. Por razones de espacio, haré acá solo algunos comentarios al proyecto del Gobierno.
Por ejemplo, las propuestas que tienen que ver con un nuevo diseño de la rama están destinadas a fracasar porque la Constitucional, si mantiene su jurisprudencia, las declarará contrarias a los pilares fundamentales de la Constitución del 91, como ya lo dijera en su sentencia 285/16 sobre la reforma llamada de ”equilibrio de poderes”. Para esos cambios se necesitaría una asamblea constituyente. Como supongo que el Gobierno lo sabe, pregunto si es hacia allá que se estará moviendo.
Por cierto, el proyecto renuncia a la propuesta de campaña de una corte única. Dicen que lo hizo porque las altas cortes se opusieron (como era obvio) y porque la idea no parecía tener apoyo en el Congreso. Solo diré que en la mayoría de países hay solo una corte, que no conozco ningún país del mundo con cinco altos tribunales como en Colombia y que semejante andamiaje burocrático supone un costo desmedido. Por cierto, la necesidad de que lo constitucional sea decidido con autonomía, una objeción frecuente a la idea de una corte única, se podría resolver con el modelo de la sala cuarta constitucional de Costa Rica, sala que hace parte de una única Corte Suprema pero que falla de manera independiente y sin intervención alguna de los magistrados de las otras salas.
Complicada también será la tarea de conseguir acuerdo en torno de la modificación de la tutela, sin duda lo mejor de la Constitución del 91. Presumo que en este punto la propuesta gubernamental busca dos objetivos: seguridad jurídica y descongestionar el sistema. Es verdad que hay una inundación de tutelas en juzgados, tribunales y cortes. Y que tal avalancha, creciente año tras año, está ahondando aún más la congestión y la morosidad de la rama. Pero el calor no está en las sábanas: el creciente número de tutelas se debe a que esa acción es la única que de manera sencilla, gratuita y sumaria resuelve problemas concretos de los ciudadanos. Así de simple. Si se quiere evitar la congestión se requiere que los demás mecanismos del sistema judicial sean mucho más eficientes y rápidos. Y que el Gobierno diseñe procedimientos y tome algunas medidas en materia definitivas de pensiones y salud, los dos temas centrales del grueso de tutelas, para que los ciudadanos no se vean obligados a entutelar para hacer valer sus derechos.
Por otro lado, el proyecto establece que la tutela solo podrá interponerse “ante los jueces de la jurisdicción y especialidad que corresponda con el asunto objeto de amparo”. Pero como jurisdicciones y especialidades solo hay penal, civil, laboral, agraria y contencioso administrativa, pareciera que muchos derechos fundamentales quedarían a la deriva. Y hay otra dificultad: como la tendencia en la rama es a la solidaridad de cuerpo, ¿se atreverán los jueces a conceder tutelas contra colegas de su misma jurisdicción o preferirán taparse con la misma cobija?
Ahora bien, el proyecto gubernamental establece que quien interponga la tutela debe estar “legitimado” para hacerlo. Esa compleja restricción necesariamente debería manejarse con excepciones para hacerla compatible con los derechos de los niños, derechos sobre los que “cualquiera podrá exigir de la autoridad competente su cumplimiento”, según dice la misma Constitución.
En fin, la reforma es urgente. El proyecto es una base de discusión, pero no hay duda de que debe ser enriquecido en el Congreso.