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Los ataques intempestivos de un presidente. Por: Eduardo Mackenzie

Iván Duque no se aplica lo que predica. En la entrevista que le concedió ayer a Semana pide evitar la “estigmatización verbal” pero él se lanza de lleno y a renglón seguido en ese pantano. Insulta a los uribistas, o a una gran parte de esa corriente, calificándolos injustamente de ser de “extrema derecha” pero no se atreve a dar un calificativo crítico, ni siquiera a lanzar una condena tibia, contra los cabecillas de esa sí muy auténtica extrema izquierda, que actúa contra su gobierno y contra el sistema democrático.

“La extrema derecha nunca me perdonó que le gané”, dice el presidente Duque. La frase es ambigua y coja (pues un verbo fue mal conjugado), pero su sentido, gracias a la alusión a los “uribistas” en la pregunta, es clara.

Esa entrevista es curiosa: los temas económicos del país los trata el mandatario con cierto desgano, como una cosa menor: con frases simplistas y fórmulas de conveniencia, alejados de los análisis que exigen los problemas complejos de ese campo.

Otro sector de sus respuestas, por ejemplo, en lo que toca al expresidente Álvaro Uribe, llamó la atención por su dureza y por su tono displicente, por decir lo menos. Sobre Uribe dice, en un momento, que sólo tiene una “relación fraterna” con él (como si fueran hermanos) y en otro instante habla de “relación de amistad” como si él, Iván Duque, quisiera borrar la dimensión política de esa relación. Como si él no hubiera sido, en realidad, un escudero político del expresidente, como si éste no hubiera sido el factor central de su nominación como candidato presidencial y de su triunfo electoral de 2018.

Duque le debe esa elección al expresidente Uribe. Nadie le pide que proclame eso desde los techos todos los días y a la hora del almuerzo, pero sí debería él tener más respeto por el jefe natural del uribismo, la principal fuerza política de Colombia.

El presidente Duque da la impresión de ser alguien que acepta los apoyos decisivos en los momentos decisivos y se olvida pronto de esa deuda moral y política.

Los ciudadanos que votaron por Duque son, en su abrumadora mayoría, los que él califica ahora, sin sonrojarse, de “extrema derecha”. Entre esos “extremistas” hay muchos que lo han salvado de lo peor en horas difíciles. Duque, claro, niega, mediante cuatro palabras, en esa entrevista, que Álvaro Uribe sea de “extrema derecha” pero sugiere que los uribistas lo son.

El uso que hace el presidente Duque de esa apelación es infamante, no es descriptiva. Es demagógica y torpe. Torpe pues refleja una cierta ignorancia sobre el contenido de ese concepto.

¿Duque no sabe qué es “extrema derecha”? ¿El ignora que en Colombia no hay partidos, ni líderes, ni prensa, ni intelectuales de “extrema derecha”?

Para los comunistas, en cambio, la “extrema derecha” son los otros. Y las barbaridades que dicen por culpa de esa coartada no tienen nombre.

Al utilizar ese calificativo, Iván Duque retoma –ojalá sin quererlo— la vieja maña de los mamertos. Estos emplean ese calificativo contra sus adversarios (los anticomunistas, los conservadores,  los reaccionarios,  los nacionalistas, los soberanistas, y hasta ciertos liberales). A todos ellos, los comunistas les arrojan sin freno la conocida reductio ad Hitlerum. Por ejemplo, el General de Gaulle y Winston Churchill eran, para los mamertos de Francia y Gran Bretaña, líderes de “extrema derecha” y hasta “fascistas”. Koestler, Soljenitsyne, Grossman, Camus, Hayek, Reagan, Thatcher y tantos otros combatientes de la libertad, fueron también calificados así por esa organización política.

Cada apelativo de esos alude a ideas políticas específicas y no son intercambiables. Pero el comunismo las funde para arrojarlas contra sus adversarios.

El término comunismo no es sinónimo de izquierdismo, ni de socialismo, ni de anarquismo. Son sistemas diferentes. Pero comunismo, nazismo y fascismo sí vienen de un mismo tronco ideológico: la utopía de la “emancipación” del hombre por la violencia extrema y la destrucción de lo político. El mito de la revolución “anti burguesa” y del hombre universal  sin  derechos universales, es propio de esos dos totalitarismos. “El partido nazi imitó de manera sumaria la destrucción comunista de lo político”, resumió Alain Besançon en su excelente obra Le malheur du siècleCommunisme, Nazisme, Shoah. Pero no hay espacio aquí para atacar ese tema.

La extrema derecha es otro animal. Sus rasgos son: anticapitalismo, antidemocracia, anti parlamentarismo, anti catolicismo, nacionalismo furioso, racismo, antisemitismo, antisionismo. Sus métodos: las vías de hecho, la violencia, la revuelta armada.

¿Dónde ve Duque protagonistas de esa condición en Colombia? ¿En qué circunstancias se ven esas políticas en acción?

Duro con los uribistas pero tibio y hasta candoroso respecto de Juan Manuel Santos y de las Farc de Timochenko y sus alfiles políticos, el presidente Duque responde: “No voy a calificar personajes de la vida nacional”. ¡No osa decir que Gustavo Petro es un extremista de izquierda y un peligroso agente de la dictadura que destruyó a Venezuela! Ni siquiera ante el tema de los  “agradecimientos de Santrich” a los bonzos comunistas de la esfera legal Duque dice una palabra sobre ese tipo de oposición aviesa, antigubernamental y antisistema.

A pesar de lo que prometió como candidato, Iván Duque no quiere abolir ni derogar la JEP. Tampoco se atreve a reformarla. “No es una discusión productiva”, estima. No quiere discutir sobre la reforma de la JEP a pesar del evidente papel devastador de ésta en la moral de los colombianos y de las dificultades que esa oficina crea en las relaciones de Colombia con Estados Unidos. La moral de los colombianos decae al ver un sistema judicial politizado que arrebata más y más tareas de los poderes ejecutivo y legislativo, y al ver un Congreso que funciona bajo la mirada terrible de ex terroristas no juzgados que se presentan como “congresistas” sin haber sido elegidos.

Tenemos en Colombia el único caso del mundo en que un jefe terrorista, que describe sin el menor asomo de horror, y sin arrepentimiento, sus crímenes (Julián Gallo, alias Carlos Lozada, sobre los asesinatos que él mismo supervisó de Álvaro Gómez, del general Fernando Landazabal, de Jesús Antonio Bejarano, Hernando Pizarro León-Gómez, José Fedor Rey y Pablo Emilio Guarín) y sigue libre como el viento.

El jefe de Estado colombiano no quiere hacerle reajustes al pacto Farc/Santos que produce esos desastres. Su prioridad, dice, es la reparación de las víctimas, lo que no es criticable en sí, salvo que él debería admitir que una parte importante de la reparación es la justicia: el castigo para los jefes de la vasta agresión armada contra el pueblo y el Estado. Si su gestión se limita a la recuperación de los bienes de las Farc la reparación será incompleta. La reparación tiene, para las víctimas, resortes psicológicos y morales que no se pueden soslayar.

El presidente, en esa entrevista, pone un signo de igualdad entre lo que él llama “diatribas” y el “ataque personal”. El no debería confundir esas dos situaciones. No veo que las observaciones que hacen sus críticos, del campo uribista o no, sean ataques personales, ni demandas excesivas. Son propuestas legítimas e indispensables para proteger la libertad y la soberanía nacional. Lo que le pide el país  es razonable, urgente y humanista. El presidente debería asumir una actitud menos rígida ante las críticas que vienen de su propio campo. En la situación actual, el conformismo, la adaptación ante lo “viable”, no es el mejor modelo de gobierno.

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