El principio de igualdad frente a la ley es la columna vertebral de la democracia. La violación de ese principio para favorecer a los criminales es, quizás, la más repugnante consecuencia del pacto entre Santos y las Farc. La otra cara de la moneda de esa ruptura es la instauración social de la idea de que ser pillo paga, de que si usted mata de manera sistemática, más temprano que tarde encontrará un gobierno claudicante, timorato, arrodillado que no solamente no perseguirá sus crímenes sino que los premiará dándoles más derechos y prerrogativas que los que tenemos quienes nunca hemos violando el código penal.
Eso es precisamente lo que ha ocurrido. Solo a manera de ejemplo, si un ciudadano tiene una condena por el menor de los delitos comunes, no puede acceder a un cargo de elección popular. Si es de las Farc, podrá hacerlo sin importar los delitos que ha cometido. Ni hablar si los crímenes son de guerra o de lesa humanidad, excepto los de las Farc, que podrán aspirar aunque tengan decenas de tales crímenes a sus espaldas. Los partidos políticos tienen prohibido tener emisoras de radio. Las Farc tendrán veinte. Los partidos políticos reciben financiación estatal de acuerdo con los votos y los cargos de elección popular que hayan obtenido en las anteriores elecciones. Las Farc serán el partido mejor financiado del país hasta el 2026, sin haber sacado un solo voto o haber elegido un solo edil. Y hay que agregarles la fortuna criminal que les será legalizada por vía del decreto 903 de este año, al que me referí en columna pasada como el mecanismo para la más gigantesca operación de lavado de activos de la historia. En fin, si un ciudadano cualquiera quiere ser senador o representante tendrá que sacar más votos que todos sus competidores y cumplir un conjunto de requisitos que no aplican para las Farc. Las Farc, sin un solo voto, tendrán diez congresistas. Y puedo seguir.
La impunidad rampante y el grosero desequilibrio a favor de las Farc quedó patente con el anuncio de la candidatura presidencial del jefe de los bandidos, alias Timochenko. Es la demostración, además, de que las advertencias que hicimos en la campaña del plebiscito eran ciertas y que quien mintió con descaro fue Santos cuando en pleno debate de la campaña presidencial del 14 afirmó sin ruborizarse que “cualquier persona que haya cometido crímenes de lesa humanidad tiene que ir a la cárcel”, cuando, un año más tarde, dijo que “no hay la menor posibilidad de que puedan hacer política con armas”, y cuando afirmó que Timochenko nunca sería candidato presidencial. No, no éramos nosotros quienes mentíamos.
La candidatura del jefe de la banda ofende a los colombianos y ha despertado, con razón, indignación generalizada. Si vamos a tolerar que hagan política a cambio de que dejen de matar es indispensable que, como mínimo, se arrepientan, pidan perdón, reparen a sus víctimas y paguen aunque sea esa sanción de mentirillas de la jurisdicción especial para la paz. Y no puede hacer política sin que antes cumplan con sus obligaciones en el pacto: desarmarse a cabalidad, devolver a los niños reclutados, entregar a los secuestrados desaparecidos, identificar los socios del narcotráfico, las pistas y los laboratorios, poner todos sus bienes y dineros disposición del Estado para reparar a sus víctimas.
Muy mal anda un país en el que un criminal de lesa humanidad puede aspirar a la Presidencia y, mientras tanto, sus crímenes quedan en impunidad.