Es evidente que el régimen cubano, secundado por su vasallo de Caracas, está cambiando su orientación para el continente pero no en la buena dirección. Atrás habría quedado la estrategia de los años 1995 consistente en alcanzar (tras abandonar aquella de la guerra de guerrillas de los años 1960-1980) el poder mediante la fabricación de un caudillo providencial que gana, en determinados países, la presidencia en elección popular, de pureza dudosa o no, antes de la erección inmediata y sin contemplaciones de un régimen abiertamente pro cubano.
Esa hábil estrategia que le dio descomunales ganancias financieras y diplomáticas a los Castro, en menoscabo de las economías de países como Venezuela, Brasil, Argentina, Perú, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, era una variante burda de la vieja tesis del comunista italiano Antonio Gramsci (1891-1937) –que sus propios camaradas llegaron a considerar como revisionista–, de tomar el poder mediante la lenta formación de una hegemonía cultural realizada por la alianza del “proletariado” con la casta intelectual y otras fracciones radicales no necesariamente marxistas. Ese periodo parece agotado por el manejo catastrófico que hicieron los intrusos chavistas de las economías de esos países y por los fracasos del ala de izquierda del partido Demócrata de Estados Unidos.
Agotados los enormes recursos de toda especie que Venezuela le entregaba, Cuba parece estar experimentando a marchas forzadas nuevas vías para acaparar la riqueza de otras naciones. Hay como un regreso a la técnica del golpe de Estado bolchevique, mediante disturbios y violencias de apariencia anárquica y “social”. Ese cambio de línea, que se ve en lo ocurrido en estas semanas en Ecuador y Chile (un país petrolero y un país con economía desarrollada con recursos mineros), es uno de los signos de radicalización del liderazgo cubano frente al continente. Ese giro –cuyo perfil está apenas en plena evolución–, fue disparado, probablemente, desde que La Habana vió que Washington, entrabado por el Grupo de Lima y por la diplomacia europea, sobre todo española, no era capaz, por el momento, de acabar con los regímenes totalitarios de Castro y Maduro.
Lo que está ocurriendo en Ecuador y Chile (y en Bolivia, tras la caída de Evo Morales), es, sin duda, el contragolpe tras una cierta confesión de impotencia de las fuerzas democráticas del continente. No obstante, en la nueva línea que aplica La Habana contra los países que quieren salir del infierno bolivariano (como Ecuador y Bolivia), o no caer en él (como Colombia y Chile) se ve algo más: el pánico del liderato castrista ante el actual gobierno del presidente Donald Trump y la posibilidad de que ese líder popular sea reelegido en 2020.
Tanto en Ecuador como en Chile, la estrategia es usar la llamada “violencia de masas” (sobre todo de jóvenes desestabilizados ideológicamente), durante un buen periodo, contra la fuerza pública, los medios de transporte y los símbolos del capitalismo, para aterrorizar a los gobiernos y obligarlos a capitular. En Chile, la onda destructiva ha logrado que Sebastián Piñera acepte la idea de negociar, con los violentos, una nueva Constitución. Resultado: una brecha parece abierta entre el presidente y las fuerzas armadas.
Colombia, país que ha resistido con éxito las embestidas del sovietismo desde 1930, y del castrismo desde 1961, está en la línea de mira de tales ambiciones. El 21 de noviembre, ese país deberá hacerle frente a una serie de “marchas” obrero-estudiantiles, organizadas por sindicatos y grupos de oposición heterogéneos. Casi sin excepción toda la ciudadanía ve esa jornada como el inicio de una dinámica nefasta donde serán aplicadas las técnicas demoledoras de Chile y Ecuador.
Ese temor cunde por el hecho no de que la oposición exprese su inconformidad con el gobierno sino de que tal protesta sirva de pantalla a los violentos y a las fuerzas narco-terroristas, como ocurrió en los últimos meses en marchas que prometían ser pacíficas.
¿Cuál será la meta de los extremistas durante y después del 21 de noviembre? Es innegable que para las fuerzas clandestinas las manifestaciones deben abrir una dinámica destinada a obligar al gobierno a completar el cambio de Constitución impuesto en 2016 con los llamados “acuerdos de Paz” Santos/FARC.
Esa odiosa perspectiva genera un sentimiento amplio de rechazo y de cólera popular. El gobierno acaba de expulsar a 6 venezolanos que estaban realizando actividades para afectar el orden público. En Medellín y Bogotá cientos de reservistas y civiles se están uniendo para respaldar pacíficamente a la fuerza pública el 21 de noviembre en la defensa de los edificios, monumentos y servicios públicos de esas ciudades. No quieren ser espectadores pacíficos de la destrucción de sus ciudades.
Del resultado de esa jornada histórica dependerá en gran medida la suerte de lo que se libra en Chile, Ecuador y Bolivia. Si el sistema democrático recula en Colombia, ello afectará la resistencia de esos tres países contra los manotazos mediante los cuales Cuba y Venezuela quieren conservar sus bastiones. Colombia combate de nuevo por la libertad del continente. Pero combate sola.