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En seguridad el 24 será peor. Por: Rafael Nieto Loaiza

El deterioro agudo de la seguridad, la creciente violencia, son innegables. Las ciudades y los campos se encuentran asediados por los criminales y a los ciudadanos nos agobia una creciente sensación de indefensión, de estar a merced de los bandidos.

Las mismas cifras del gobierno son todas muy malas, con excepción de la tasa de homicidios y la de incautaciones de cocaína. En relación con la primera, muestra una levísima disminución del 0,6% a 31 de diciembre del 2023. Sin embargo, hay que advertir que es resultado de un cambio de metodología en la medición. Con los parámetros tradicionales los homicidios crecieron un 5,3% hasta noviembre y ya estamos de nuevo entre los diez peores países del mundo. Con las incautaciones ocurre que, por un lado, tanto Policía Antinarcóticos como la Armada han reconocido públicamente que en sus cifras se incluyen las que han hecho autoridades de otros países y por fuera de nuestro mar territorial cuando se consideran que fueron resultado de colaboraciones de autoridades colombianas y, por el otro, la Fiscalía ha manifestado que las cifras del gobierno no coinciden con las suyas. Es decir, no son confiables.

Varias son las razones por las cuales la violencia y la criminalidad están aumentando. Primero, por la renuncia del Gobierno a luchar contra el narcotráfico. Son múltiples los hechos que lo demuestran e invito al lector a revisar mis columnas anteriores sobre el tema. El punto es que los narcocultivos se dispararon hasta 230 mil hectáreas en 2022 y se calcula que alcanzaron las 320 mil el año pasado. Como resultado, por un lado, las finanzas de los grupos violentos vinculados con el narco están boyantes como nunca y tienen una capacidad logística mucho mayor. Por el otro, esos grupos combaten entre sí e intimidan y agreden a la población de las zonas cocaleras, los corredores de tránsito y los de salida al exterior. Finalmente, la cocaína sobrante, que es mucha, exige la creación de mercados internos y hay una lucha de los microtraficantes por su control.

Después, el fracaso de la “paz total” del gobierno. Aunque los enfrentamientos entre la Fuerza Pública y los grupos violentos bajaron un 2%, los que tuvieron entre ellos aumentaron un 54%. Los ceses del fuego paralizan a la Fuerza Pública pero no exigen a los criminales dejar de combatir entre sí ni parar sus acciones delictivas contra los civiles. Hay un ascendente menoscabo del control territorial por parte del Estado, los violentos han expandido sus zonas de dominio y en ellas ejercen funciones de “seguridad, justicia y tributación”. En varias áreas del país la soberanía del Estado es meramente nominal.

La Fuerza Pública, tercero, ha sido objeto de un progresivo proceso de debilitamiento impulsado desde el gobierno. Se borró de un tajo su liderazgo con una purga de más de medio centenar de generales, se diminuyó su presupuesto y se designó un ministro de Defensa no solo inepto sino enemigo de militares y policías. En paralelo, se han atacado hasta reducirlas a niveles mínimos las dos grandes fortalezas comparativas, la capacidad aérea y la inteligencia que, combinadas, fueron la causa de los más importantes éxitos contra mafiosos y guerrilleros. Para rematar, el déficit del pie de fuerza policial y de tecnología es enorme. El resultado son unas Fuerzas Militares y de Policía con la moral por el piso y bajísima capacidad operativa.

La impunidad, por otro lado, no solo no ayuda a la lucha contra la criminalidad sino que la incentiva. En relación con las guerrillas, el gobierno reitera su mensaje de que se arrodillará de nuevo sin importar si desaprovecharon la generosísima negociación de Santos o abiertamente traicionaron lo que firmaron o si violan reiteradamente los ceses del fuego que les regalaron. Los guerrillos tienen la certeza de que se les darán beneficios judiciales, políticos y económicos que no tendrán jamás los ciudadanos que nunca han delinquido. Para los otros grupos de delincuencia organizada y la común está la certeza de que los riesgos de ser capturados son bajísimos, que son aún menores los de no recuperar su libertad si acaso fueran detenidos y prácticamente inexistentes los de ser juzgados y condenados. El delincuente en Colombia sabe que juega a su favor una legislación excesivamente garantista, que las sanciones por reincidencia son ridículas y que los aparatos de investigación judicial y operación policial son extremadamente débiles.

Finalmente, el gobierno maneja con doble estándar la cooperación ciudadana en materia de seguridad, siempre necesaria e incluso indispensable contra el terrorismo. Por un lado, restringe los espacios de colaboración de los ciudadanos en las zonas rurales, la de los frentes solidarios que proponen los ganaderos, por ejemplo, y, por el otro, incentiva un proceso de milicianización de grupos sociales que parecieran serle afectos ideológica y políticamente, como las guardias indígenas y la seudocampesinas auspiciadas por las Farc, más el de los cien mil jóvenes vinculados con la delincuencia o en riesgo de estarlo.

Con semejante panorama, con un desempleo y pobreza aumentando y sin ningún hecho o declaración que muestre que el gobierno esté consciente del problema y dispuesto a tomar decisiones para solucionarlo, solo puede esperarse que el 2024 sea peor en seguridad y violencia.

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