Esa fue la pregunta de Yamid Amat en una reciente entrevista sobre el Reporte Anual sobre Estrategias para el Control Internacional de los Narcóticos del Departamento de Estado de EE. UU., y sobre nuestra propuesta de los Frentes Solidarios de Seguridad y Paz.
Mi respuesta, ante el preocupante escenario actual de violencia, fue casi automática: “Con este informe, no sabemos para dónde vamos”.
Ahora bien, la pregunta no se entiende sin cifras. Según la medición conservadora del Sistema de la ONU, el SIMCI, en 2020 Colombia tenía 143.000 hectáreas de coca, 204.000 en 2021 y 230.000 en 2022. Aún no hay cifras de 2023, pero tampoco señales del quiebre de la tendencia incremental.
¿Dónde estamos entonces? En medio de una ola de violencia generada por grupos armados ilegales de toda laya, sometiendo a la población y enfrentados por el control territorial para proteger el narcotráfico y sus rentas ilícitas derivadas.
La semana anterior señalé la advertencia del Informe de Derechos Humanos de la ONU, sobre la pérdida de gobernabilidad derivada del control de los bandidos en los territorios, y esta semana se recibió el Reporte Anual sobre Control de Narcóticos del Departamento de Estado de EE. UU, que apela, como el de la ONU, a un lenguaje diplomático a dos bandas, con el reconocimiento a las políticas del Gobierno, pero también un duro cuestionamiento a sus resultados.
En efecto, el Reporte reconoce aumentos en interdicción y destrucción de laboratorios, y resalta el enfoque y objetivos de la actual política antidrogas, que apunta a reorientar hacia actividades lícitas a 50.000 pequeños productores de coca, para reducir así 90.000 hectáreas para 2026.
Sin embargo, el Departamento de Estado señala aspectos negativos sustanciales, comenzando por el aumento continuado de los cultivos y la necesidad, para detener esa tendencia, de fortalecer la seguridad y emprender políticas sostenidas de desarrollo rural, planteamiento que coincide con nuestra consigna de que “La paz pasa por la recuperación del campo”.
Adicionalmente, señala que el Gobierno menospreció la erradicación forzosa, lo cual generó una caída del 70%, con apenas 20.000 hectáreas en 2023; y de contera, agrega que no hay claridad en los recursos para la política de drogas, ni un mecanismo de coordinación de alto nivel para su implementación, sobre todo en territorios con débil presencia institucional.
Entonces…, ¿qué hacer? En principio, la responsabilidad de garantizar la seguridad es del Estado, pero es también un derecho y un deber ciudadano participar en nuestra propia seguridad, premisa en la que se inscriben los Frentes Solidarios de Seguridad y Paz, sobre los cuales insisto:
No son una novedad, pues ya existen más de 33.000 en todo el país como parte de una política de vieja data de la Policía Nacional.
No son la resurrección de las Convivir, pues respetan el monopolio de las armas en cabeza del Estado y se basan en la colaboración pacífica con las autoridades, a partir de tecnologías de información y comunicaciones.
No se limitan a una colaboración esporádica con la Fuerza Pública, sino a la articulación cercana con las autoridades locales civiles y militares, es decir, también con el alcalde, el personero, el fiscal y el juez.
No son solamente de ganaderos, sino ojalá de todos los sectores agropecuarios y actividades rurales: comercio, transporte, vecindad veredal, etc., razón por la que presenté la iniciativa al Consejo Gremial Nacional.
Y finalmente, son un asunto de igualdad. Si los Frentes de Seguridad urbanos son calificados de legítima colaboración con las autoridades, ¿por qué los rurales son tildados de paramilitarismo?
Solo cuando Colombia abandone la estigmatización y los odios infundados, podrá avanzar en el camino hacia la paz.