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2025 2026, el ocaso de un gobierno proclive al terrorismo. Por: Silverio José Herrera Caraballo

A escasos 15 meses de concluir su mandato, el presidente Gustavo Petro ha dejado claro que su estrategia de “paz total” no solo ha sido fallida, sino que ha agravado la crisis de seguridad en Colombia. Los hechos que se han registrado a lo largo del país no mienten: mientras los grupos narcoterroristas avanzan en sus intereses, el gobierno retrocede en su deber constitucional de proteger a los ciudadanos y mantener el orden público.

Durante las últimas semanas, el departamento del Cauca ha sido escenario de ataques sistemáticos por parte de las disidencias de las FARC, especialmente del frente Jaime Martínez. Municipios como Toribio, Morales, Suárez y Corinto han sufrido emboscadas, atentados con explosivos y masacres que han cobrado la vida de civiles, policías y soldados. En uno de los ataques más recientes, una patrulla del Ejército fue emboscada con explosivos improvisados, dejando varios militares muertos y heridos. Lo mismo ocurre en Nariño, donde la confrontación entre las disidencias y el ELN por el control del narcotráfico ha convertido las zonas rurales en campos de batalla.

El panorama en Arauca no es diferente. La violencia se ha intensificado con ataques directos del ELN contra la fuerza pública, como el atentado que dejó tres soldados muertos en Arauquita y el hostigamiento constante a los pobladores de Tame y Saravena. En el sur de Bolívar y los Santanderes, el Clan del Golfo continúa imponiendo su ley a través de extorsiones, secuestros y asesinatos selectivos, mientras en el Magdalena Medio se consolidan alianzas criminales que desafían abiertamente al Estado. En el Cesar y el Magdalena, los homicidios se disparan mientras la fuerza pública carece del respaldo político necesario para actuar con contundencia.

Lo aberrante no son únicamente los hechos violentos, sino la respuesta del gobierno nacional. En lugar de ordenar una ofensiva militar contra estos actores armados ilegales, el presidente Petro insiste en extender los ceses al fuego, incluso cuando son estos mismos grupos los que incumplen los acuerdos y continúan perpetrando actos de barbarie. La lógica oficial parece ser que, ante la violencia, la solución es la permisividad.

Se suponía que la presencia de un veterano en el Ministerio de Defensa garantizaría una política clara de seguridad. Sin embargo, su papel ha quedado reducido al de espectador silente de las decisiones del Palacio de Nariño. Las Fuerzas Militares y la Policía Nacional, que aún cuentan con el respeto del pueblo colombiano, actúan con las manos atadas, limitadas por órdenes presidenciales que parecen más orientadas a proteger a los violentos que a defender a los ciudadanos.

Y mientras la violencia se recrudece, el presidente insiste en otorgar prebendas a los terroristas: ha pedido a la Fiscalía levantar órdenes de captura contra cabecillas del ELN y ha permitido que criminales de alto perfil sean nombrados como “gestores de paz”, figura que se ha convertido en sinónimo de impunidad. Las cárceles se abren para los bandidos, mientras los cementerios se llenan de soldados y policías.

Nos enfrentamos a una política de “falsa paz” que, lejos de construir un país reconciliado, ha alimentado la guerra y la anarquía. El Estado ha cedido territorios, rutas estratégicas y autoridad frente a organizaciones criminales que se fortalecen día tras día. En lugar de hablar de sometimiento a la justicia, el gobierno habla de diálogos y acuerdos que solo benefician a quienes han empuñado las armas contra Colombia.

Frente a esta realidad, cabe preguntarse: ¿Qué busca el presidente Petro al debilitar intencionalmente el aparato de seguridad del Estado? ¿Acaso intenta generar una crisis nacional que favorezca a sus intereses políticos y deslegitime la democracia de cara a las elecciones de 2026? ¿Será que su anhelo de perpetuar una agenda ideológica es más fuerte que su deber con la Constitución?

Lo cierto es que los hechos son innegables y verificables. La “paz total” ha sido, en esencia, una rendición disfrazada de diálogo. Los grupos armados ilegales no han abandonado las armas; al contrario, se han rearmado, expandido y reorganizado. La violencia no ha disminuido: se ha transformado en un monstruo más sofisticado, impune y agresivo, alimentado por un gobierno que insiste en hablar de amor mientras la sangre de colombianos inocentes sigue siendo derramada en los campos, las montañas y las calles del país.

El ocaso de este gobierno ya no es solo político: es moral, institucional y ético. Petro pasará a la historia no como el presidente de la paz, sino como el mandatario que permitió que el terrorismo se institucionalizara bajo el disfraz de una paz imposible.

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